Por Núria Valencia García
New York, 8 de Diciembre de 2020
Querido Último Yo,
Por fin he alcanzado uno de nuestros sueños. Me encuentro frente a Central Park, en una de esas habitaciones lujosas de un hotel con suelos de mármol, columnas corintias y lámparas de araña en techos que casi logran tocar el cielo. Dispuesta a disfrutar de mi segunda visita a la ciudad de los rascacielos.
Hoy al despertar, percibí la oscura sombra del existencialismo sentada en uno de los sillones de la enorme habitación. La encontré algo inquieta. La bastarda, colocando en posición de mate a la razón, tomó el control de “mi día de no hacer nada” e hizo que me enfrentara con todos mis Yo del pasado. Sin un atisbo de esperanza de poder salir victoriosa de la situación, camuflándome bajo las sábanas, me puse el edredón como capa y les planté cara. Les miré fijamente, uno a uno, en silencio. Reconocí en sus ojos un oasis de soledad, acompañado de un rostro casi moribundo y un cuerpo escuálido. La cruel realidad les había abatido tras haberles premeditadamente arrebatado su frágil inocencia de forma maquiavélica.
Lejos de todo disparatado mundo al que me había aferrado durante mi larga existencia, resistiendo a un eterno silencio de alguien a quién un día amé con locura, me crucé con el reflejo de una persona a quien creí reconocer. Allí andaba, tras una de esas vitrinas de alguna boutique cara donde beben champán y escuchan los Nocturnos de Chopin. Le sonreí sin cavilar, había algo en su aspecto que me resultaba familiar. Dubitativa me devolvió la sonrisa, al mismo tiempo que agarraba el collar que caía elegantemente de su cuello. Lo sujetó con fuerza contra su pecho e inesperadamente, de sus ojos brotaron todas las lágrimas que yo nunca me atreví a derramar por aquel loco amor ausente que me desgarró el corazón. Lloraba tan desconsoladamente que, incluso del otro lado del espejo, podía sentir su dolor.
Allí fue donde descubrí el lado oscuro del silencio y entendí que, por más lejos que huyera, por más distancia que intentara poner entre nosotros, jamás me desprendería de ti a menos que aprendiera a amarte. Así que te observé fijamente, sin parpadear. Sentí en mí como tus piernas se convertían en gelatina, el insufrible dolor en lo más profundo de tus entrañas, los mil pedazos rotos en los que se había transformado tu quebrantado corazón, tu pecho encogerse al no poder respirar. Hasta que de agotamiento, caíste al suelo. Segundos después, abriste los ojos y tras un profundo suspiro, agradeciste de corazón haberte desprendido de ese instante que se nos antojó eterno.
PD : Nadie nos habla de los silencios y de todo el tiempo que nos regalan para saborear la vida. Uno de mis silencios favoritos era cuando cruzábamos nuestras miradas y por sorpresa, me robabas un beso. El tiempo de ese instante no se extendía a más de 5 segundos. Y sin embargo, podía sentir como se paraba el tiempo, los latidos de mi corazón se ralentizaban, un suave aroma a fresa humedecía mis labios y el roce de tu barba me hacía cosquillas en el mentón. Tan sólo necesitabas 5 segundos para hacerme sonreír.
Como afirmaba Chavela Vargas no es por casualidad que “Siempre volvemos a los lugares donde hemos amado la vida”.
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