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Foto del escritorÚltima Plana

Secretos del campo andaluz

Por María José Aranguiz


Los campos andaluces guardan historias que, aunque en otra época probablemente provocaron más de alguna conversación susurrada entre los habitantes del pueblo, el tiempo y las circunstancias las fueron borrando hasta hacerlas aparentemente desaparecer. Hoy, ellas ya no son temas de sobremesa, pero estas líneas son la prueba de que siempre habrá alguien que las conserve en algún lugar de su mente o corazón, por muy recóndito que este sea.


A sus noventa y cinco años, ella era plenamente consciente de su historia. Su impecable memoria, probablemente entrenada con el ejercicio de su admirable religiosidad, se reflejaba en los incontables “padres nuestros” y “aves marías” que rezaba, de toda la vida, con fervor, pero ahora repetía aún más, dadas las frecuentes noches de insomnio propias de su edad.


Ella sabía que, aunque sus recuerdos estaban todavía claros en su mente, su vida había tomado otro curso, ahora era la viuda del hombre que ella había elegido, un hombre que la había amado y respetado, la madre de diez hijos, de los cuales nueve eran fruto de ese amor, además de ser la abuela de otros tantos nietos y nietas. Ella era consciente de su estatus, se había convertido en la cabeza de la familia, ahora era “la abuela”. Su ya mencionada lucidez y la estrechez familiar con su repetida audiencia, limitaba sus historias a anécdotas familiares, historias de parientas monjas y poco más, por lo que la llegada de un miembro nuevo a la familia le permitía, aunque fuera una vez al año, salirse de su ya gastado repertorio de historias políticamente aceptables.


Como cada verano la familia repartida por España y el mundo venía a verla y ella parecía tener más gusto y curiosidad en conocer a los nuevos miembros, novios y novias de los nietos, que en entablar conversación con los familiares que, a esas alturas, la visitaban más por costumbre que por escucharla a ella. Esta curiosidad o perspicacia le permitía distinguir fácilmente entre un oído atento y un oído obligado por las apariencias, por lo que su simpatía por unos o indiferencia por otros no tardaba en manifestarse.


Los veranos parecían ser el momento en el que la abuela podía decir lo que, en general, no se cuenta, no se recuerda, hablar de eso que a los auditores de siempre les incomoda. Ella veía en algunos de aquellos nuevos miembros de la familia una oportunidad para recordar y hablar sin temor a ser juzgada, probablemente con la escondida ilusión de que para el verano siguiente su nieto o nieta ya habría cambiado de compañía y tal como se olvidan los amores de verano, probablemente sus dichos serían también olvidados.


“Tendría yo unos diecinueve años -decía una tarde- era una cría y no sabía nada de la vida, aunque me sabía buena moza, porque era flaca, alta y de cabello largo. Por esos días la vida se me pasaba entre el campo y las labores de la casa, ayudaba a mi madre y siempre tuve fe en nuestro señor. Seguramente por ser como era, es que aquel hombre mayor se fijó en mí. Parecía un zorro, se me aparecía por todas partes, por doquiera que iba allí me lo encontraba”. Aunque sus historias siempre parecían prometedoras e interesantes, generalmente eran interrumpidas con una voz lejana que decía: “¡Máma!, ¿ya estás recordando tonterías?”, comentario que la incomodaba y terminaba por obligarla a cambiar de tema de conversación.


Una noche en la que el calor andaluz agobiaba particularmente y mostraba su capacidad de producir un insomnio colectivo, varios fueron los que se animaron al paseo y a aventurarse en curiosas visitas nocturnas a los parientes que quedaban de camino.


Esa noche, en efecto, la casa de la abuela no fue la excepción y para cuando nosotros llegamos, ella ya había sido considerablemente visitada. Sentada muy recta en su cama, con su larga trenza, que caía coquetamente por su hombro izquierdo, su camisa de dormir blanca con minúsculas flores celestes, con sus mejillas de color rosa y ese aire de monja, parecía recibirnos como dándonos nuestro turno. Y efectivamente, eso es lo que era, el momento que ella nos decía a cada uno lo que nos tocaba. Nunca supe bien por qué había decidido contarme sus más recónditos recuerdos, ni como hacía para retomar las historias casi en el mismo punto donde estas habían sido interrumpidas días atrás, lo cierto es que, aún con la duda de ser considerado el miembro efímero de la familia y que es por lo tanto quien genera esa confianza de hablar lo que de costumbre se calla, disfrutaba con respetuosas sonrisas el privilegio de sentarme en aquella silla junto a su cama, participando de esa especie de acuerdo implícito, en el que lo dicho sería oído, pero automáticamente olvidado.


El calor de la noche le sirvió como excusa para referirse a aquel recuerdo que antes no había podido terminar de contar: “al menos por la noche se siente menos la caló -dijo- porque en el día no se puede ni salir…esa tarde hacía caló también”, ¿qué tarde? -pregunté- “aquella en la que aquel hombre me deshonró”, “abuela -le dije- no te estoy entendiendo”. Ella pareció agobiarse y dando un suspiro de evidente sufrimiento continuó, con un aire explicativo y secreto: “Él era viudo y tenía varios hijos, todos mayores que yo…desde que me vio se obsesionó conmigo y aunque tenía más de sesenta años, ¡era muy mayó! ya no disimulaba ante nadie sus intenciones hacía mí, incluso apostóle un dinero al alcalde, mostrando con eso que estaba seguro de que lo lograría…y así no más pasó, ¡por Dios!. Una tarde de caló como la de hoy, -continuó- volvíamos mi hermana y yo del campo de olivos, en el camino se nos cruzaron dos hombres viejos, uno de ellos era aquel hombre del que te hablé que, por aparecérseme por todas partes, ya no me causaba novedad. Mi hermana, que venía soportando la caló igual que yo, no reparó más que en lo calmados que estaban los dos hombres, como si nos esperasen -dijo- sin detener el paso. Estando ya cerca, los dos hombres comentaban que si la caló, que de donde veníamos, que pa’ donde íbamos, que si nos servíamos una cosita pa’ refrescarnos, oferta que mi hermana no tardó mucho en aceptar. Nos sirvieron una bebida de frutas maceradas, supuestamente en azúcar, que la verdad estaba buena, tan buena que cogimos varios vasos. Entre la risa, la fruta dulze y la caló me dormí. Cuando desperté mi hermana dormía también, a tirones la removí pa’ despertarla, estábamos solas, yo me vi desaliñada, ya era de noche, ¡imagínese usted lo que pasó! Al día siguiente, el hombre mayó se presentó en mi casa con una escopeta, diciéndole a mis padres que me llevaría con él, que eso era lo correcto y lo mejóh para todos, que así ya nadie me querría. Mis padres con la impresión de ver un viejo armado y la triste noticia de saberme ya deshonrada, a los primeros escopetazos, asustados entraron en el cortijo, sin hacer mayores reclamos. Así fue que estuve casada con él durante siete años, hasta que murió dejándome poco o nada, porque sus hijos se lo quedaron casi todo, incluso el campo de olivos, con todos sus secretos…de ese matrimonio nacieron tres hijos de los cuales dos niñas murieron. Aunque no fue malo estando casado conmigo, nunca pude olvidar lo que me hizo”.


“¡Máma! ¿ya está de nuevo con esas historias?”, se oyó una voz a lo lejos…


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