Por Iván Reugedub
Esta vez quería contarles la historia de un vecino del norte de la Argentina, cuya vida siempre es tratada como común, pero, que sin su pintoresca presencia, los paisajes de caminos de tierra, de pastos duros y blandos, de tupidos montes, de tuscas espinosas, de pencas en flor y de algarrobos ancestrales parecerían incompletos.
Los gauchos de la zona le tenían gran aprecio y cuando pasaban por delante de su casa, lo saludaban tomándose el sombrero y moviendo la cabeza en signo de respeto.
Cada mañana se despertaba sin quitarse el acolchado de plumas que lo protegía del frío, en la habitación de su modesto departamento en el cual vivía con su familia. El sol comenzaba a asomarse y los primeros rayos iluminaban ya la entrada de la morada, signo del inicio de la jornada.
Don Rufus todavía recordaba cuando había construido su pequeño hogar, cuya labor le había tomado un extenso tiempo, aunque, para ser sincero, a él no le importaba el tiempo ya que no conocía su necesidad. Apenas aparecía el sol, él sabía que debía empezar sus labores diarias y cuando las últimas luces iban apagándose, significaba que era tiempo de volver al nido.
Él era un arquitecto muy reconocido y todos sabían que había heredado ese arte de generación en generación, y ahora era él, quien pronto transmitiría sus conocimientos a sus hijos. Tanto había trabajado en esa casa que sus largas y finas falanges, tan finas que la piel parecía estar pegada a sus huesos, estaban ya gastadas y callosas de moldear el barro.
Guyra todavía recuerda cómo él y su camarada se habían encontrado y luego de muchos viajes, de recorrer los interminables campos de Sudamérica, no habían podido alejarse el uno del otro. Construyeron poco a poco su nido, su futura casa para recibir a los niños. Un modesto hogar hecho de barro, que a veces era difícil encontrar, siempre debían esperar los días de lluvia que a veces anunciaban cantando, lo cual hacia enfadar a más de uno.
Como cada mañana, Guyra Rufus y su compañera salían a ganarse la comida de los pequeños, eso era su vida, del trabajo a la casa y de la casa al trabajo. Pero eran felices y esperaban impacientes que los niños crecieran para poder sentirse orgullosos de haber criado tres buenos hijos que continuarían con la tradición familiar de la arquitectura y encontrarían así sus compañeros para poder perdurar la estirpe de la familia.
Esta es la historia de nuestro querido Rufus, una imagen que solamente Florencio Molina Campos hubiera podido representar en su más profunda esencia, que vive cada día como si fuera el último en compañía de su amiga, con su acolchado de plumas y sus hijos en aquella modesta casa fabricada sobre los árboles.
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